Abrí los ojos.
Y en
ese efímero parpadeo deseé con todas mis fuerzas no haberlo hecho.
Aún
estaba en el subterráneo, donde Van Heleen me había dejado atado, y con la cara
doliéndome horriblemente.
Los
recuerdos llegaron en el peor de los momentos y volví a sentir ese miedo viejo
pero vigoroso que tanto odiaba, y que conocía muy bien.
Un día,
de hacía varios años, jugaba con mi mejor amigo de esos días, Scott Van
Heleen—ahora me parecía una ironía muy amarga—en un parque que hay a unas
cuadras de mi casa; nos gustaba ir debajo de un puentecito que piedras y
adoquines que saltaba un arroyo muy bajo y arrojar rocas al agua, y cualquier
tontería que nos permitiera mojarnos y atascarnos de lodo.
Ese
día, escuchamos un ruido.
Un
sonidito bajo y melodioso, como una tonada emitida con la nariz, que sonaba
lejana y triste, y muy atrayente, o tanto como podía resultarle a un niño de
esa edad, que además era muy curioso.
— ¡Hey, Scott! ¿Escuchas eso?—le dije
a Scott mirando hacia la entrada del subterráneo, un pequeño huequito entre
unas, aquel canto salía entre las peñas como agua deslizándose entre los dedos.
Scott me miró, desconfiado,
sosteniendo aún la gran piedra que planeaba lanzar al fondo del canal.
—Yo no escuché nada…
—Claro que sí, pero si lo aceptas
tendrás que ir conmigo a ver—le dije torciendo la boca como un pato, me paré
como uno también y puse las manos en asas, tratando de intimidarlo.
—No tengo que ir contigo a ningún lado,
vine a revolcarme en el lodo y eso voy a hacer—Scott se enfurruñó y siguió con
lo suyo, fingiendo que yo no existía.
Entonces, decidí que tenía que ir solo.
Me atoré en el hueco que constituía la
entrada a las catacumbas, me demoré unos instantes mientras Scott se burlaba de
mí, hasta que me hice más delgado y logré entrar. Caí de cabeza
por una pared empinada que parecía una resbaladilla y aterricé en el piso
dándome una vuelta de oso.
No pensé—después de esa caída— en otra
cosa que no fuera la enorme suerte que había tenido, porque el haber entrado ya
era un triunfo para mí.
Me levante, me sacudí el trasero de
arena y traté de acostumbrar la vista a la iluminación del lugar.
Pensé que era raro que hubiera
antorchas encendidas, porque por lo que podía deducir, alguien debía haberlas
encendido, y se suponía que el lugar estaba abandonado.
No me di cuenta de que el canto había
cesado hasta que volví a escucharlo, igual que afuera, era una tonadita
dolorosa.
Se me encogió el estómago, que era el
lugar que en ese entonces albergaba mis más intensas emociones…
Comencé a caminar, tratando de seguir
el canto; había muchos corredores, pero a medida que recorría el que estaba frente
a mí, la melodía se hacía más fuerte, más fácil de distinguir. Llegué a lo que
parecía el pórtico más amplio y el más iluminado, y al final había una puerta,
muy grande y ancha, de madera, con un candado, cerrado por supuesto; y aunque eso
me desanimó un poco, no me detuve, me acerqué y traté de mirar por entre las
grietas en la madera.
Dentro había libros, en libreros,
claro, mesas, y…
Mesas y…
Una pecera gigante.
Y la música se volvía más fuerte…casi
podía entenderla, aunque no conociera las palabras que formaban la canción.
Y dentro, había…
— ¡OYE, MOCOSO, QUE HACES AQUÍ DENTRO!
Salté del susto, y me despegué del
portón, miré hacía la voz que me había gritado.
A izquierda, al fondo del corredor había un hombre vestido con una bata larga y
oscura; era viejo y feo.
Sin embargo, lo más aterrador en ese
momento, y ahora, fue que, a la altura de sus rodillas, había “algo” pequeño
que parecía una persona: tenía los ojos desmesuradamente abiertos, tanto que
creí que se le saldrían, sonreía, con una mueca desquiciada, un hilo de baba le
escurría por un lado de la boca, tenía los brazos mucho más largos de lo normal
y la piel parecía quemada.
Caminaba en cuatro patas, casi
arrastrándose con un rictus de dolor constante entremezclado con su sonrisa perturbada.
Era el rostro de mis más horribles
pesadillas.
Me quedé inmóvil, observando a aquella
criatura moverse de forma terrible, sintiendo como se me erizaba la piel con solo
mirar.
— ¡JUDAS, MÁTALO!—aquel anciano feo y
encorvado gritó, y la criatura a su lado comenzó a “caminar” moviéndose de
manera repugnante, sacudiendo todos sus deformes miembros, acortando la
distancia entre nosotros.
Retrocedí con miedo a estar paralizado,
entonces, la criatura comenzó a gruñir, a emitir un ruido sordo, como si un
animal herido se lamentara; podía jurar que mi sangre en ese momento estaba
helada.
Y corrí; corrí tanto como mis
vergonzosas piernas me lo permitieron, tratando con desesperación de encontrar
la salida, memorizando los túneles que había recorrido para llegar hasta ese
punto en el que me encontraba.
Sentía las lágrimas salirse de mis
ojos, involuntarias, raudas, al tiempo que escuchaba el jadeo y los miembros
arrastrados de Judas detrás de mí, la risa burlona de aquel
viejo ante mis lagrimas, y a la
criatura acercándose cada vez más…
Sacudí
la cabeza, tratando de olvidar los recuerdos, porque eran eso, recuerdos,
aunque dolorosos y crueles, pero que regresaban de una forma desgraciada.
Porque
la verdad era que por muy pasado que fuera, aquí estaba otra vez, metido en este
maldito lugar del demonio del que con esfuerzos a duras penas había logrado
salir.
¡Tenía
que estar salado!
Había
tardado tan tiempo en deshacerme de la fama de moja-pantalones; tanto tiempo en
el que nadie me creyó lo ocurrido, tiempo en el que me esforcé tanto por
olvidar lo que había visto, sentir el mismo miedo en sueños al ver como Judas me perseguía, para inmediatamente
despertar con aquella melodía desconsolada que me había hecho entrar a las
catacumbas.
Hasta
que un día, yo mismo llegué a creerme el cuento de que nunca había visto nada;
pero esta noche todo parecía confirmar mis sospechas.
Yo siempre
dije la verdad, y Judas, el viejo, y
el canto proveniente de la cisterna, todo había sido real, y quizá, si tenía
muy mala suerte, todo seguía aquí.
De
pronto, la calma se rompió, y mi sangre se heló al escuchar una melodía baja y
gutural que provenía de un lugar detrás de mí. Me encontraba dentro de aquella habitación
a la que no había podido entrar hacía tantos años; lo sabía porque la puerta de
madera estaba delante de mí, cerrada, pues al parecer Van Heleen se había
encargado de ella. Me arrastré tanto como pude haciendo acopio de fuerza y con
el costado izquierdo más que raspado contra el suelo visualicé el lugar de
donde venía el ruido.
En el centro
de aquella sala había un enorme tanque lleno de agua con una base metálica, lo
que parecía una bomba de oxígeno, estaba empotrada a un lado emitiendo una serie
de ruidos que parecían indicar que estaba funcionando.
Y
dentro estaba lo que producía aquel hipnotizante sonido.
En las
aguas verdosas y levemente iluminadas por las antorchas, flotaba un ser.
Contuve
el aire mientras mis ojos se llenaban de la impresionante y absurda visión, y
poco a poco, la imposibilidad se me fue rebajando, al mismo ritmo que mi curiosidad
que no había desaparecido con los años, y a pesar de lo malo que me había
causado, empezaba a ganar fuerzas.
Siempre
ganándome.
Una
criatura completamente sobrenatural estaba dentro de la cisterna, con las largas
y huesudas manos pegadas al cristal, en las que se le podían ver diez finas
garras negras donde la gente común tendría uñas cortitas y color carne; su
rostro pálido hacía muecas de extrañeza cuando sus labios se pegaban al cristal
como soplándolo, y sus ojos rasgados, enormes y de pupilas rojas que se
parecían mucho a los ojos de las hadas malvadas en los libros infantiles, me
miraban fijamente, parpadeando.
Tenía
los cabellos largos y negros, como serpientes brillantes y ondulantes que se
movían alrededor de su rostro, enmarcándolo y haciéndolo lucir perverso; y
tenía una cola.
Tenía
una cola.
Como la
de un pez, con una aleta abanicada; en el lugar donde deberían estar un par de
piernas, había una cola de pez.
Traté
de levantarme y di gracias a que era ligero. Recogí el peso de mi cuerpo y con
cuidado de no caerme de cara—pues tenía las manos atadas en la espalda—me
levanté.
La
cabeza me daba vueltas, traté de estabilizarme cerrando los ojos y respirando
profundo, porque mis ansias por lo que ahí estaba en la cisterna eran más
fuertes que cualquier dolor que pudiera sentir.
Caminé
unos pasos hacia el tanque, y la visión de la criatura se hizo más nítida.
El ser
se agitaba fantasmalmente cerca del vidrio, removiendo lentamente sus aletas
que parecían velos, rojos y negros, como si llevara una falda. En su cuerpo no
había división entre la piel espectralmente blanca y la oscura aleta,
simplemente iban fundiéndose una con la otra de una forma limpia y casi
imperceptible, como manchones de tinta.
Llegué
hasta el tanque, aún con las manos atadas y miré intensamente a los ojos rojos
que me saludaban a través del agua.
La
sirena, como yo mismo la denominaba para mis adentros, me miraba con una expresión
curiosa; era hermosa, como nada que hubiera visto antes, era de otro mundo.
Y al
mismo tiempo me inspiraba un miedo tan intrigante y seductor que me impedía
alejarme. En ese momento era yo como una mosca frente al anzuelo esférico y
rojo de una planta carnívora.
Sí, y yo
de veras quería que la planta me comiera.
—Hola…—murmuré
y ella cambió su expresión, como si mi voz la sorprendiera—Hola…
Balbuceó
algo parecido a un “HOOLAA” emitiendo una serie de gorgoritos burbujeantes con
las mejillas pegadas al vidrio. Había algo sumamente gracioso en su curiosidad,
en la forma en como actuaba, en como ponía toda su atención en mi.
—Puedes
hablar…—me sentía de pronto muy tonto, aunque sabía que no debía, pues no era
producto de mi mente, y que la criatura en la cisterna era real—Puedes hablar…
La
sirena negó con la cabeza, lentamente, entonces me di cuenta de que me
entendía, aquella conclusión era inequívoca.
Pero
entonces, la maravilla se esfumó rápidamente, si no podía hablar, quería decir
que no podría decirme nada, no podría responder a ninguna de las preguntas que me
taladraban en la cabeza justo en aquellos instantes.
—No necesito mover la boca para que me
entiendas…
Dí un
respingo. Una voz había sonado dentro de mi cabeza, automáticamente miré a la
sirena a escasos centímetros de mi cara; ella asintió lentamente, estiró el
cuello albino dejando ver las venas azules en su garganta y le sonrió
mostrándole un par de colmillos aperlados y largos.
Era
ella hablando dentro de su cabeza.
— ¿Cómo te llamas?—la suya era una voz muy especial,
suave, pero imposible de definir, no un chillido agudo como el que hubiera
esperado de uno de esos seres, sino un rumor grave y gutural, demasiado
encantador, incluso hipnotizante.
Visualicé
mi respuesta mentalmente un instante, y apenas lo hice, ella asintió con una
mueca de entendimiento. De todas maneras, respondí.
—Tom—dije, calando la efectividad de mis
intentos de telepatía.
—Si—respondió con la misma sonrisa salvaje que le había
mostrado hacía un instante; aquello era sencillo, comunicarse con ella no le
significaba ningún esfuerzo.
Entonces,
con un poco más de confianza al saber como hablarle y hacerse entender, me
aventé a iniciar mi muy necesario interrogatorio.
— ¿Cómo te llamas?
Con un
gesto simple de cabeza señaló hacia abajo, en donde había un letrero, una
pequeña placa metálica.
—“Androfatus”
—recé, repasando la leyenda en la placa; el nombre me pareció raro, pero
también apropiado— ¿Te llamas Androfatus?
Asintió
en silencio agitando su larga melena negra entre sus velos rojizos, envuelta en
una constelación de burbujillas que bailaban.
—Asombroso…
Sonrió,
y uno de sus colmillos asomó entre sus labios, sentí un estremecimiento, a cada
instante, con cada gesto que hacía, descubría que tenía muchas formas de verse
más asombrosa.
— ¿Vives en este lugar?
—No.
—Entonces ¿Por qué estás aquí?
—Alguien me trajo hace mucho—explicó, su rostro y tono de voz
dentro de mi cabeza me hizo sentir melancolía. Sentí un apretón de estómago.
—Tú ¿Querías venir? ¿O te obligaron…?
—El hombre anciano—dijo y su presencia volvió a tornarse
misteriosa, sus ojos rojizos se afectaron por una sombra rencorosa demasiado
pesada para que yo la descifrara.
De
pronto caí en la cuenta, y la inquietud comenzó a invadirme, no había pensado
en ello, en que probablemente aquel viejo de hacía años seguía ahí.
Después
de su encuentro creí que quizá habría muerto pues su vejez en ese entonces
parecía avanzada, pero ahora frente a Androfatus me di cuenta de que algo tan
normal y común como morir por viejo era absurdo en dicho universo. Y cuando pensé
que tener a tales personajes al acecho en tan enredado sitio era malo, entendí que
estaba equivocado.
—Judas…—repetí como si tanteara mi reacción
ante la mención del nombre, aunque miraba a Androfatus, en realidad no le
miraba
—Te encontraste con el homúnculo—los ojos de la criatura se cerraron
hasta hacerse dos rayas, no preguntaba, a decir verdad parecía afirmarlo,
seguramente por mi expresión— ¿Eso fue lo
que te asustó tanto?
Asentí
clavando mis ojos en los de ella, suspiré, estando inquieto podía sentirme
todavía intimidado por su presencia, y sin querer, los recuerdos de estar
corriendo delante de aquel monstruo informe volvían bombardeando mi memoria y
mis ojos.
—La primera vez que bajé…—tragué saliva y sentí que se había
vuelto espesa—Oí tu voz, cantabas algo
que nunca había escuchado, algo que creo que nunca había sido escuchado en la
tierra. Sentí mucha curiosidad, y tristeza, me dolía el estómago. Cuando llegué
a la puerta—le señalé la puerta con el índice—quise mirar por los hoyitos; y casi alcanzaba el más grande, cuando el
viejo me gritó; creí que me regañaba por entrar a su casa o algo así, como
todos los adultos cuando haces algo que no debes. Pero entonces vi a Judas a su
lado. ¡Dios, no sabes la cantidad de pesadillas que tuve por su culpa! ¡Era
horrible…! Tenía tanto miedo…era como si alguien hubiera entrado en las
pesadillas de todo el mundo y hubieran materializado a ese ente. Al mismo
tiempo, verlo era tan cruel y doloroso. El viejo le ordenó que me matara,
mientras yo corría con esa “cosa” detrás mió, él reía, y yo lloraba. Judas
gruñía. Pero yo pude escapar.
—Judas no es el único, hay más—dijo Androfatus, se pegó al cristal
mirándome con un deje siniestro—Y todos
comen…
Me
había quedado ensimismado, pero sus últimas palabras me trajeron de vuelta.
— ¿Comen…?—no estaba seguro de haber comprendido— Pero todos comemos, todo el mundo come.
—Pero nadie come lo que ellos…—aseguró, su rostro pálido, de
facciones perfectas se tensó volviéndose casi humano, sus profundos ojos rojos
se llenaron de un brillo tembloroso que me hizo ponerme nervioso, sospechaba ya
que era lo que comían; aún así quise confirmar.
— ¿Qué es lo que comen?—estudié atentamente las expresiones de
su rostro— ¿Qué puede ser tan malo?
— Niños.
Si
había sentido la saliva espesa, ahora era sólida.
—Eso no es cierto ¿Verdad?
—Otelo trae niños, muy pequeñitos, y
los alimenta, les da leche y miel, y semillas…a los homúnculos les gusta, dicen
que endulza la sangre—la
seriedad con que explicó aquellos hechos me hizo temerle por un instante, se
veía impasible mientras que yo sentía náuseas.
Las
náuseas comenzaron a acumularse en mi interior, con un sabor espeso me hizo
pensar en la sangre y en la leche, y sentí ganas de devolver el almuerzo, me
acerqué al tanque y me apoyé en el cristal casi violentamente—Alguien tiene que detenerlos…no pueden
seguir asesinando inocentes…no pueden… ¿O es que nadie lo sabe?
Negó
sin decir nada.
— ¿Y tú, tú no corres peligro estando
aquí? ¿No te han lastimado? ¿Cómo es que tienes tanto en este lugar y sigues
viva?—insistí, la
verdad era que sin conocerla realmente tenía miedo por ella, miedo de que algo
pudiera pasarle. La idea de todos aquellos seres como Judas, cerca de
Androfatus era inquietante e imposible de tolerar, y el sentimiento se hacía
cada vez más intenso.
—En realidad ellos para mí no son un
peligro—explicó
alejándose del cristal—Otelo los hizo
para asegurar mi anonimato. No quiere que nadie se acerque…Cree que en
cualquier momento podría venir un hombre y hacer lo mismo que él ha hecho.
—Yo casi logro entrar…—confundido rodeé el tanque, buscando
el rostro de la sirena, sentí mis manos libres, y la soga cayó al suelo, estaba
libre—Yo era un niño, y casi pude verte a
través de la puerta, ¿Por qué si te cuida tanto casi lo burlé…? ¿Y qué ha
pasado esta noche? No es que quiera verlo, pero—aclaré como un conjuro
protector por si alguien encargado del destino y las malas jugadas me
escuchaba— ¿Dónde está?
Se
detuvo cuando me hinqué junto al cristal, y sus palmas se pegaron de nuevo al
vidrio, buscando las mías. Me alegré de ser libre porque pude unir mis manos con
las suyas.
Y
aunque nos separaba el cristal, sentía que casi podía tocarla.
—Porque hoy se ha ido…—parpadeó agitando sus largas pestañas
en medio del agua—Ha salido por primera vez en mucho tiempo…
Aleteó
un poco haciendo círculos en el tanque mientras la miraba, intentando
reflexionar.
— ¿No quisieras salir de aquí?
Me miró
con una mezcla de curiosidad e inapetencia tan fundidas que resultaban en algo
insospechado y único.
— ¿A dónde iría? Todos los que son
como yo han desaparecido con el paso de los tiempos; el mundo ha cambiado tanto
que han tenido que evolucionar con él, mutando en formas de vida más acorde con
la edad. Hoy, probablemente sea yo el único que conserva esta
forma.
Me
sentí desolado; todo un mundo de posibilidades bizarras y tristes se desplegaba
en aquel momento, y Androfatus como señero protagonista de aquel cuento era la
expresión más intensa; me dejé caer en el suelo, recargado contra el cristal, y
permanecimos en silencio durante un largo rato mientras ella me miraba atentamente.
— ¿En qué piensas?
Di un
respingo y vi a la criatura inclinada en lo más bajo del tanque, como si
estuviera recostada en el suelo, sonreía encantada.
— ¿Por qué ese hombre te ha traído
aquí?
—Mejor vete—ascendió a la superficie del tanque y
se recargó en el borde, su piel fuera del agua era igual o más pálida que
dentro de ella, sus ojos eran más hermosos y en general, su belleza era más
sobrenatural.
Robaba
más el aliento.
—Pero no me quiero ir—indignado me levanté del suelo, no
entendía porque mi respuesta le había molestado—No quiero dejarte, no quiero dejarte aquí, sola, con esos monstruos.
— ¿Por qué crees que son ellos los monstruos?
Me
encogí de hombros, la verdad es que no yo no creía que ella fuera un monstruo.
—No lo
sé…
Se giró
dándome la espalda, con una expresión indudable. Me ignoraría si era
necesario—lo sabía—y aunque no podría negar que habíamos hablado, las palabras
por esa tarde se daban por terminadas.